Siendo emperador Decio y presidente de Sicilia Quinciano, vivía en Catania una doncella cristiana, llamada Águeda, natural de Palermo, la cual era nobilísima, riquísima, hermosísima y honestísima, que son las cuatro cosas que se estiman mucho en las mujeres. Mandó Quinciano presentarla delante de sí, y así que la vio, luego fué preso de su rara belleza, y olvidado del oficio de juez, se determinó de tomar todos los medios posibles para atraerla a su voluntad, y para cubrir más su intento la entregó a una vieja sagaz, llamada Afrodisia, que tenía cinco hijas muy hermosas y no menos lascivas. Treinta días estuvo en aquella mala compañía la castísima Águeda, tan firme en ser cristiana y en guardar su virginidad, que al dar Afrodisia cuenta de todo al presidente, le dijo: Antes se ablandará el acero y el diamante, que Águeda mude de propósito. Oído esto por Quinciano, mandó llamar a la santa y preguntóle: Niña, ¿de qué casta eres tú? Noble soy, como es notorio por toda Sicilia. ¿Pues, cómo siendo noble, sigues las costumbres de gente despreciada y vil como son los cristianos? Porque soy sierva y esclava de Jesucristo, y en eso está mi mayor nobleza. A esto respondió Quinciano: ¿Luego, nosotros que le despreciamos, no somos nobles? Y la santa: ¿Qué. nobleza es la vuestra, que se abate a los dioses de piedra y a los demonios? Enojóse el juez con esta respuesta, y mandó que se diese a la virgen una cruel bofetada y la echasen de su presencia. El día siguiente, después de algunos halagos y vanas tentativas, ordenó que le retorciesen un pecho y se lo cortasen y la encerrasen después en la cárcel, para que allí, sin comer ni beber ni medicinarse, se consumiese de dolor. Pero en aquella necesidad la visitó el apóstol san Pedro, el cual la consoló y restituyó el pecho cortado. Con el resplandor de aquel médico celestial echaron a huir los guardias, y tras ellos huyeron los presos, y ella fué traída de nuevo al^ tribunal de Quinciano; el .cual se espantó de verla tan sana y entera, y como a maga la mandó poner sobre brasas de fuego y pedazos de teja para que a la vez se quemase y lastimase. Volvió por ella el cielo enviando un terremoto, en el cual perecieron dos amigos del presidente, y entonces la santa, que se veía sola en la cárcel, entregó su alma purísima al Señor, dándole las gracias por tantas victorias. Poco después recibió su castigo el feroz Quinciano, porque, codicioso de las muchas riquezas que poseía la santa virgen, partió muy acompañado de gente a Palermo para apoderarse de ellas, y a] pasar un río, un caballo le mordió en la cara, y otro, a coces, le echó en el río, donde murió ahogado, y buscando su cuerpo nunca se pudo hallar, para que se entiendan los justos juicios de Dios, y cómo al cabo castiga la deshonestidad, crueldad y codicia de los que persiguen a sus santos.
Reflexión: Cuando los verdugos atormentaban y cortaban el pecho a santa Agi^da, con ánimo valeroso decía al tirano: Y ¿cómo no te confundes, hombre vilísimo, de atormentar a una doncella en los pechos, habiendo tú recibido el primer sustento de tu vida de los pechos de tu madre? Por los merecimientos de este cruel martirio, innumerables mujeres que padecían en los pechos, invocando a santa Águeda, y acudiendo confiadamente a su celestial protección, han recibido la salud.
Oración: Oh Dios, que entre otras maravillas de tu poder, supiste dar fuerzas aún al sexo más frágil para conseguir la victoria del martirio, concédenos la gracia de que celebrando la victoria de tu virgen y mártir santa Águeda, caminemos hacia ti, por la imitación de sus ejemplos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
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